La biblioteca deformada

Hoy compartimos un fragmento de La biblioteca deformada, relato de Selva Almada publicado en Bibliotecas de Ediciones Godot. Esperamos que disfrutes su lectura.

Tuve todo tipo de bibliotecas: estantes colgados de la pared, mueblecitos, tablones apoyados sobre ladrillos robados de las obras en construcción, de pino, armables, compradas en el Easy. Desde hace casi tres no tengo. Mis libros están embalados en cajas en un depósito en Parque Patricios.

Poco antes de la pandemia empezamos una remodelación en la casa y tuvimos que mudarnos. Me despedí de mis libros por un tiempo, según los arquitectos: unos cinco meses. Pero en el medio el mundo cambió para siempre. Casi dos años después volvimos a la casa. La que aún no vuelve es la biblioteca.

Los inicios de mi vida lectora fueron en bibliotecas públicas. Los libros venían conmigo, se quedaban unos días, una semana a lo sumo, como la virgen que en los pueblos va de visita a las casas. Pero en vez de abrir las puertas para que entraran las vecinas a rezar y traerle flores a la virgen, llevarme un libro “de visita” era justo lo contrario: cerrar la puerta de la habitación, rendirle un culto propio y privado a ese objeto que por lo general mide 10 x 15 centímetros. De adolescente, cuantas más páginas tuviera, mejor. Las novelas que sacaba de la biblioteca popular Mitre eran gordas como biblias. En mi caso, el pasaje de iniciación de la infancia a los prolegómenos de la vida adulta no fue la primera menstruación, sino poder sacar mi carnet en la biblioteca: este acto libertario y definitorio solo podía realizarse al cumplir los doce años.

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Aunque sea canchero entre los escritores robar libros de librerías o de otras bibliotecas, confieso que nunca hurté un libro o, mejor dicho, solo uno, una sola vez. La piel de caballo, de Ricardo Zelarayán. Me lo prestó un viejo amigo y fue una lectura fundamental y reveladora. Así que me lo fui quedando. Él también quería mucho ese libro y a su autor y lo había robado de una biblioteca de pueblo: en la primera página estaba el sello delator. Así que para mis adentros me excusaba con aquello de quien roba a un ladrón… Me recordó un par de veces en muchos años que nunca se lo había devuelto. Después mi amigo murió. La piel de caballo es una prenda suya que me ha quedado para siempre, una herencia pequeña y amorosa.

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Sin biblioteca o con los libros guardados en cajas indescifrables, volví a comprar libros que sé que tengo. Justo La piel de caballo: como si fuera una broma de amigo, llegando desde allí donde esté, necesité el libro y tuve que comprarlo: no de nuevo, sino por primera vez. Es otra edición y este sí está todo marcado. Un libro quemado, de Alfonsina Storni; Con otro sol, de Diego Angelino; Mi hogar de niebla, de Ana Teresa Fabani… cada uno se encontrará con su gemelo el día que vuelva a armar la biblioteca.

Con los libros que compro, los que me regalan y sin estantes que los contengan, la casa toda es una especie de biblioteca mutante, de jorobas que le salen a los muebles. Hay pilas que van cambiando de sitio, que pasan de la mesa del comedor a un mueblecito y a arriba de otra pila. A veces las pilas se inclinan por su propio peso y caen al piso, a veces los gatos se echan a dormir sobre ellas.

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